lunes, 24 de agosto de 2009

ritmos desde el péndulo de mi vida, prologo

A modo de innecesaria presentación

El libro que tenéis entre las manos es el tercer libro de sonetos de Sagrario Torres. A aquellos que no han leído sus dos anteriores “Esta espina dorsal estremecida” y “Catorce bocas me alimentan” he de decirles que por estar agotadas las ediciones se les es negada la posibilidad de adquirir alguno de sus volúmenes. Habrá que esperar, como suele pasar, a que ya no esté entre nosotros para que las más prestigiosas editoriales publiquen sus obras completas.
Podemos decir que este libro es una autobiografía regresiva. Regresiva en cuanto que el primer soneto que os vais a encontrar es el último escrito y el último el primero. Autobiografía, porque cada soneto es una estampa de su experiencia, un deseo, una decepción, un impacto causado por algo o por alguien, un guiño a la vida, en definitiva, siempre, una fotografía realista de sus momentos significativos y como no, de su actualidad vivida.
De su maestría no voy a hablar ya que otros mejor dotados del arte de la pluma lo han hecho. Baste como muestra lo que sobre ella dijo Gerardo Diego: “Sagrario Torres nos ha regalado los mejores sonetos que se hayan escrito desde Garcilaso hasta nuestros días”.
De su humanidad tampoco voy a hablaros porque también se me han adelantado quienes la conocen.

De su voz. Os hablaré de su voz. De esa voz roja, encendida, impactante. De esa voz que recoge su poesía y la eleva hasta los ángeles desde donde cae en lluvia hasta quienes la oyen penetrándolos y tensando los bordones de la percepción, hundiéndolos en una vorágine de calor y color hasta emborracharlos de placeres desconocidos para después silenciar y quedar entonces desnudos en un suelo de intensísimo mármol frío y blanco.

De su libertad. La dejo a ella expresarse sin más nada que añadir:

Mi frente es un gran sobre sin otra dirección que las extensidades de tierra para el pie”.[1]

De su visión del hombre como máquina deseante. Sagrario aprovecha su mirada y su voz para esconderse del hombre. Genera miedo en él, que como alimaña observa desde lejos sin acercarse. Juega, coquetea, mientras se sienta segura. Evita el daño, pero con ello se lleva páginas en blanco de su vida.

No seas astronauta. Sé pastora.
Una suave merina en la pradera.
Mas frente a cazadores, dura y fiera
si alguno con mirarte te desdora
.[2]


No te asombre, Señor.
Tú me enamoras
y con tal embeleso,
que me acerco a los hombres
por encontrar tu semejanza.
En ellos yo te busco,
mas frustra mi esperanza
la fiebre inapagable
de su sexo
.[3]

De su lectura. Se dice que el poeta siempre escribe pensando en alguien y el poema es claro. Pero si ese alguien es el mismo poeta, entonces, el poema se desdibuja en sus encontrados sentimientos. Es aquí, en este espejo, donde el lector se encuentra reflejado. Identificado. Sagrario va aún más lejos tejiendo con estos finos hilos una vida de emociones y sensaciones que por ser universales atrapan al lector en su cuidada tela desparramando toda una eternidad por “su espina dorsal estremecida”.

Al morse del orgasmo de la vida
ha de asistir, vibrando en sus rituales,
esta espina dorsal estremecida
.[4]

De Dios. Sagrario siempre estuvo buscando la felicidad o la calma o la satisfacción que produce la paz con uno mismo. Siempre ha buscado una señal del Creador que le indicara que lo siguiera para dejarlo todo.
El hecho de no haber sido elegida para seguir los caminos de Dios hace que se rebele. Y pide insistentemente una señal. La busca en la naturaleza, en su almohada, en cada pliegue de sus sabanas mojadas de lágrimas, en la rosa que anida en su balcón, en el hombre, en una puesta de sol seguida de su amanecer, en su propio dolor físico nacido de sus huesos y de su carne como manantial que siempre inundó su vida.
Solo le falta la Voz. Un grito. Un leve susurro que le haga elevar su siempre bello rostro al cielo y entender su vida. Ella nunca ha cejado en la súplica de esa Voz porque sabe que aunque sea en el último minuto de su vida la oirá y será trovadora a la diestra del Creador.

¡Tu voz, Señor!
¡Una sola palabra!
¡Un murmullo!
¡Un ligero chistar!
¡Un eco al menos
al que yo quede uncida,
por ti arrastrada,
suavemente movida!

Para poder vivir
yo necesito tu llamada
. (De Carta a Dios)

De su realidad desnuda. El poeta, como norma, se desnuda. Pero son pocos los que dejan las mil figuras retóricas. Sagrario es directa como un dardo aunque a veces ese dardo esté envenenado. Jamás llama a la lástima, a la pena. Si lloras con ella es por ti, nunca por ella. (A mí, confieso, me ha pasado con su entrega “Los ojos nunca crecen”)
El intenso erotismo con que impregna cada uno de sus movimientos en el rito de despojarse de arneses hasta llegar a su desnudez anímica en cada verso, la hace a nuestros ojos, a la vez, deseable e inalcanzable, cercana y prohibida.
El acero de su mirada de grises hedonistas queda prendido en la percha que hay a la puerta de su alma, siendo así que toda su poesía, nacida del alma, se llena a rebosar de esa timidez que se esconde en su mirada. Del miedo al fracaso. De la necesidad de una caricia huida. De la resignada aceptación de sus dolores paseados por los ambulatorios de la Seguridad Social...

Mientras el mundo incuba otro ancho cáncer,
hay cuerpos, rostros, brazos que se extienden
entregando su sangre sin delito,
por el dolor purificada,
Aquí,
en el Ambulatorio de la Seguridad Social.

... De la emoción encontrada en cada segundo de su vida.
Es ella entera, misma, quien nos penetra con su verso desnudo.
Leer a Sagrario es poseerla o sentirse poseído por ella.

De su nacimiento. El poeta, dicen, nace. No se hace. Pero son muy pocos los nacidos para no morir. Sagrario ha nacido poeta y nunca morirá. No lo hará porque mientras exista un alma viva sobre la tierra, con emociones y sensaciones estará recreando alguno de sus poemas aún sin saberlo.
Sagrario es ya universal.

De sus orígenes. Solo uno es el gran amor de su vida. Su tierra y sus gentes: Valdepeñas.


Fui en mi tierra dos veces bautizada.
No recuerdo mi Pila, mas sí el vaso
de aquella borrachera en que me abraso
por pámpanos y rimas engarzada
.[5]

Siempre cantó a su tierra. Siempre tiene vivo en la memoria el deseo del regreso a la tierra que la vio nacer. Valdepeñas la enorgullece hasta el pecado y Valdepeñas le corresponde nombrándola hija predilecta y poniéndole su nombre a unos jardines. Juan Alcaide dijo de ella:

Con su furor de tuétano viñero,
Me preguntan por ti los jaraíces
(Valdepeñas vistió de bodeguero,
garañón de tus cálidas matrices):
-¿Por donde está Sagrario? ¿En qué racimo
clavó el canibalismo de sus dientes?
¿Qué capacho aguantó su brutal mimo?
¿Qué mosto se hizo perla en sus pendientes?

Yo paso entre el volcán de la vendimia.
La lava del majuelo halló su alquimia
cerrándose en su sed despreciadora.

Mas quiero hablar de ti, dar mi respuesta.
¡Decir que están clavándote en la cresta
del gallo más valiente de la aurora!


Nunca olvidó las extensiones, a veces calvas, abiertas a su recién estrenado pie.

A ti con solo piedras te querría.
Aunque segada fueras por las hoces.
Despoblada. Sin pechos y sin voces
te amara yo y yo te cantaría.
(primer cuarteto. Soneto
a Valdepeñas. “Esta espina
dorsal estremecida” )

hasta el extremo de llevarla a la manifiesta declaración de amor en “Intima a Quijote”

Tú,
destinado para sentir la transfusión
del galopar del mundo,
no te hallabas envuelto en más agitaciones,
ni fiesta más grandiosa
ante ti acontecía,
que al ver cómo la tierra
hacia la luz alzaba
el tallo de la flor y de la pulpa,
afianzaba los troncos de las cepas
para el fruto más humilde y perfecto
[6]

Así Sagrario lo tiene escrito en el corazón “Es la tierra de mi primer respiro y será la tierra de mi último suspiro”. Es por eso su tremendo compromiso social con los habitantes de Anchuras rebelándose contra las instituciones militares que pretendían convertir en un campo de tiro la tierra de Anchuras. Esa tierra a la que los del lugar llegaron a llamarla “la Diana”

Amo a mi tierra. Mirando sus llanos sin fin, descubro en mí la íntima aspiración a un último más allá, que yo vivo como promesa. Pisando y contemplando las islas de verdura que la esmaltan, los animales que en ella se nutren, las aves que la cruzan, los árboles y las humildes flores que la adornan, se alza dentro de mí la impresión de que esa promesa ha empezado a cumplirse. Amo, en fin, a los hombres humildes y laboriosos que en mi tierra tienen hogar, pan y esperanza”.[7]

Sobre el rencor. Lo confieso. A veces he sentido rencor. A veces. Me consuela el hecho de que el rencor sea inherente al ser humano. Rencor al Creador por los males devenidos, por los placeres denegados, por los sufrimientos habidos, por pérdidas sin sentido. Rencor al hombre por frases dolientes, por amores robados, por corazones destrozados. Sí, lo confieso. A veces he sentido rencor. Por eso he buscado un atisbo de rencor en la poesía de Sagrario por llevarla al plano humano desbancándola de su divinidad. No lo he encontrado. Sé de su vida porque lo he leído, porque me lo han contado y aseguro que tiene suficientes motivos y creo que hasta el derecho a sentir rencor contra el Creador. Lectura obligatoria sería “Los ojos nunca crecen” para entender mi insistencia. Peregrinaje a su estancia sería obligatorio para oler su sufrimiento.
Y del olvido de todos debería haber nacido el rencor al hombre. O incluso el rencor a ella misma por haberse castigado en su propia decepción.
No lo he encontrado. Solo he encontrado la sonrisa, la paciencia, la aceptación y la nostalgia por todos aquellos momentos que podrían haber producido rencor.
Solo uno. Sí. He encontrado ese atisbo de rencor. Rencor a la injusticia[8], pero ese rencor es absolutamente perdonable y no cuenta.

Os he hablado de su voz, pero es imposible explicar lo sentido. HAY QUE OIRLA.
Os he hablado de su belleza, pero no me he atrevido a describirla porque su impacto va más allá de lo conocido. Como si al mirarla la vieras niña, joven, madura, con alas, inviernos y veranos y primaveras todo en uno. Tampoco sabría describirla. HAY QUE MIRARLA.
He olido sus frases, sus recuerdos de alfileres colgados en estantes, su pelo y su mirada. He olido sus tardes de colegio, el almidón de su falda tableada. He olido sus campos y su viento y su vino de Valdepeñas. Todo en uno. Pero me es imposible describirlo. HAY QUE OLERLA.
He tocado sus manos, su pelo cano, su rubio recuerdo de sol, su primera borrachera. He tocado sus hombros doloridos, su vientre abierto, su espalda de huesos frágiles. He acariciado su rostro y su mirada y los párpados que al cerrarse te hacen soñar. Pero me es imposible describirlo. HAY QUE TOCARLA.
¿Gustarla?
Aquí, en estas páginas tenéis su alma y su vida, su corazón, su herida, su despecho y su amor, su tierra, su vino y su rosa, su espina dorsal estremecida, su niño con dos dientes y su suicida, su trágico tríptico a su hijo, su encierro y su libertad, su humanidad y su fuerza y la brida que desató. Aquí está todo menos su cuerpo. Pero su cuerpo se olvida. Quedaros con su inmortalidad.

¿Gustarla?
Es sencillo. Pasad la página.

José Antonio Soria Estevan.


[1] Sagrario Torres. Regreso al corazón. Adonais 387. ediciones Rialp S.A. año de 1.981
[2] Sagrario Torres. Primer cuarteto del segundo soneto del tríptico Inocencia, ganador del Premio de Sonetos Guillermo Osorio en su XIV edición. (1.997). editado por Aguacantos en 1.998.
[3] Sagrario Torres. Carta a Dios. Colección Agora. Ediciones Alfaguara 1.971. Pág. 49.
[4] Sagrario Torres. Segundo terceto del soneto número 10 de su libro: “Esta espina dorsal estremecida”. Colección Arbolae nº 13. editorial Orines. 1.973
[5] Sagrario Torres. Primer cuarteto del soneto al vino de Valdepeñas. Como agua de lluvia. (Antología). Asociación Cultural Amigos de la Poesía. Costa del Sol. 2.002.
[6] Intima a Quijote. Asociación de Escritores y Artistas Españoles. 1.986
[7] Extracto del comentario de S. T. en su libro “Poemas de la Diana” Colección Álamo. Salamanca 1.993
[8] Sagrario Torres “Falsificación de mi firma”. Inédito. Publicado en este libro en la Pág. 2

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